Este es un relato autobiográfico de una de nuestras lectoras, nos ha parecido interesante y queremos compartirlo.
Siempre me han conmovido las esculturas, sobre todo las que representan la figura humana y principalmente las clásicas grecolatinas. Me imponen respeto, admiración y algunas auténtica conmoción.
Podría pasar horas entre ellas mirándoles a los ojos, lo más inexpresivo porque por más que los interrogues no te comunican y eso duele cuando tanto las admiras.
Mi primer viaje al extranjero y en el que más disfruté fue a Italia. Sentí el síndrome dé Sthendal varias veces. Demasiado para mi vista.
Al año siguiente cuando anunciaron un curso de escultura en Aguilar de la Frontera a unos veinte km. de donde vivíamos me volví loca de alegría.
El profesor era gallego, Dávila, residente en Marbella, era un gran artista. Trabajaba sobretodo la madera y en todas las clases tenía la costumbre de hacer una relajación en grupo fuera del taller. Las últimas palabras en la sesión eran “me va a salir bien la escultura”.
Empecé amasando churros largos de arcilla roja para hacer una cabeza a mi hija de siete u ocho años. Cuando ya terminé las trenzas ( ahora pienso que tendría que haberle hecho otra con el pelo largo) empecé a centrarme en los ojos, en la mirada. Me daban ganas de decirle “mírame y habla” algo parecido a lo que le dijo Miguel Ángel a su Moisés.
El profe me aconsejó que a los ojos claros se le profundizara menos que si eran oscuros. Más superficial y menos… Pero no había más…
No se podía esculpir toda la vida y expresión y animación que yo quería transmitir.
Durante todo el curso pasé los mejores momentos de mi vida de aprendiz. Hice la cabeza de mi marido con barba y la mía sin encontrar el secreto de las miradas, no lo lograba.
Después del curso seguí sola en mi casa modelando cabezas. Me ponía a la tarea en cuánto llegaba a casa. Modelé a mis padres, hermanos, cuñados… y sus respectivas parejas y por supuesto la de mi hijo de cuatro añitos. Seguía con la obsesión de los ojos y su expresividad y al no encontrarlo procuraba girar algo el cuello y así con el movimiento conseguir algo más de vida y dinamismo y con eso me tuve que conformar. A la de mi hermano Pedro Antonio creo que le logré sacar más expresión. Parecía un filósofo griego guapo.
Recuerdo que le gustó y me regaló dos tomos del Romancero Castellano.
Después de hacerlas había que vaciarlas con cuidado, dejarlas secar y llevarlas al horno de los alfareros. Cuando las veía colocadas de medio lado o bocabajo en el horno amontonadas entre botijos , platos y macetas sentía una impresión rara de fragilidad y temor.
Cuando las recogía siempre había algún percance pero lo subsanaba cómo podía.
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